jueves, 31 de octubre de 2013

Sabiduría de la Naturaleza

          por Michael Blumenthal





       Conducidos por nuestro guía naturalista, siete viajeros y yo caminábamos por la playa de blanca arena de la isla más meridional del Archipiélago de las Galápagos. Íbamos en busca de los grandes nidos en donde las tortugas verdes del Pacífico ponen sus huevos y los dejan incubándose.
 
       La mayoría de las tortuguitas (que al desarrollarse llegan a pesar hasta 150 kilos) emergen de esos nidos en Abril y Mayo de cada año y emprenden una carrera frenética de vida o muerte para alcanzar el mar antes de que las aves rapaces las conviertan en bocadillos.
 
       Era casi la hora del crepúsculo, el momento en el cual -si las tortuguitas han de lograr escapar con vida- una de ellas debe arriesgarse a salir al aire libre a explorar para ver si hay seguridad para que la sigan sus hermanas en la carrera hacia las olas.
 
       Di con un nido grande, en forma de tazón, del que sobresalía un centímetro la cabeza gris de una diminuta tortuga verde. Al reunirse conmigo mis compañeros, oímos un crujido detrás de nosotros, entre las breñas... se acercaba un pájaro mímido encapuchado.
 
       "¡Quédense quietos y observen!" nos recomendó nuestro joven guía ecuatoriano, mientras el pájaro se desplazaba hasta quedar a unos cuantos centímetros de la cabeza de la tortuguita. Y añadió: "Ahora... ¡atacará!".
 
       El ave se acercó más al nido y empezó a picotear la cabeza de la tortuguita, con la intención de sacarla del hoyo. Se oyó un jadeo que exhalaron mis compañeros.
 
       "¿No va usted a hacer algo?" preguntó una voz angustiada.
 
       Nuestro guía se tocó los labios con un dedo y luego musitó: "Así actúa la Naturaleza".
 
       "Pues yo no voy a sentarme aquí a presenciar esto" objetó un apacible vegetariano de California.
 
       "¿Por qué no obedecen al guía? No debemos interferir." les sugerí’ yo.
 
       "Para empezar... si no fuera por los humanos, las tortugas no estarían en peligro de extinción." sermoneó una de nuestras compañeras.
 
       "¡Si usted no hace nada, yo sí lo haré!" reconvino al guía el marido de la que acababa de hablar.
 
       Este vocerío humano ahuyentó al mímido lejos de su alimento. No de muy buen grado, el guía sacó a la tortuguita del hoyo para ayudarla en su carrera hacia el mar.
 
       Pero lo que sucedió luego, nos tomó por sorpresa...
 
       En vez de que una sola tortuguita rescatada se pusiera a salvo, cientos de tortuguitas, al captar la falsa señal de que no había peligro, salieron de sus nidos y empezaron a patalear penosamente hacia la pleamar.
 
       Fue patente la insensatez de nuestro grupo al interferir con la Naturaleza...
 
       No sólo habían salido las tortuguitas engañadas por la impresión de que podían hacerlo sin peligro, sino que su alocada carrera se inició demasiado pronto.
 
       El resplandor del ocaso, aunque ya tenue, no les permitía ocultarse de las voraces aves depredadoras.
 
       En cuestión de segundos, el aire se pobló de alegres rabihorcados, pelícanos y gaviotas. Dos halcones de las Galápagos, con los ojos muy abiertos, se posaron en la playa y una bandada de mímidos, cada instante más numerosa, siguió encarnizadamente a sus pataleantes víctimas, que fueron suculenta cena.
 
       "¡Dios mío! ¡Miren lo que hemos hecho!" exclamó alguien.
 
       Para entonces, la carnicería de docenas de tortuguitas estaba en su apogeo.
 
       Nuestro joven guía, con la intención de enmendar la desobediencia a su certero instinto, cogió una gorra de beisbol y la llenó de tortuguitas. Se adentró en el océano y soltó allí a los pequeños seres; luego, ahuyentó a sombrerazos a los rabihorcados y pelícanos.
 
       Cuando todo terminó, los graznidos victoriosos de bien alimentadas aves de rapiña resonaron en el aire. Los dos halcones permanecían apostados en la playa, con la esperanza de obtener algún rezagado resto del botín. Ya sólo se oía el retumbar de las olas sobre la blanca arena de la Bahía de Gardner.
 
       Mis compañeros, cabizbajos, caminaron a paso lento por la playa. Me pareció que aquél silencio cuadraba perfectamente a un grupo tan humano... demasiado humano. Y pensé que aquél silencio se acercaba mucho a un tácito canto de humildad.
 

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