por Michael Blumenthal
Conducidos por nuestro guía naturalista, siete viajeros y yo
caminábamos por la playa de blanca arena de la isla más meridional del Archipiélago
de las Galápagos. Íbamos en busca de los grandes nidos en donde las tortugas
verdes del Pacífico ponen sus huevos y los dejan incubándose.
La mayoría de las tortuguitas (que al desarrollarse llegan a
pesar hasta 150 kilos) emergen de esos nidos en Abril y Mayo de cada año y
emprenden una carrera frenética de vida o muerte para alcanzar el mar antes de
que las aves rapaces las conviertan en bocadillos.
Era casi la hora del crepúsculo, el momento en el cual -si
las tortuguitas han de lograr escapar con vida- una de ellas debe arriesgarse
a salir al aire libre a explorar para ver si hay seguridad para que la sigan
sus hermanas en la carrera hacia las olas.
Di con un nido grande, en forma de tazón, del que sobresalía
un centímetro la cabeza gris de una diminuta tortuga verde. Al reunirse conmigo
mis compañeros, oímos un crujido detrás de nosotros, entre las breñas... se
acercaba un pájaro mímido encapuchado.
"¡Quédense quietos y observen!" nos recomendó
nuestro joven guía ecuatoriano, mientras el pájaro se desplazaba hasta quedar a
unos cuantos centímetros de la cabeza de la tortuguita. Y añadió: "Ahora...
¡atacará!".
El ave se acercó más al nido y empezó a picotear la cabeza
de la tortuguita, con la intención de sacarla del hoyo. Se oyó un jadeo que
exhalaron mis compañeros.
"¿No va usted a hacer algo?" preguntó una voz
angustiada.
Nuestro guía se tocó los labios con un dedo y luego musitó: "Así
actúa la Naturaleza".
"Pues yo no voy a sentarme aquí a presenciar esto"
objetó un apacible vegetariano de California.
"¿Por qué no obedecen al guía? No debemos interferir."
les sugerí’ yo.
"Para empezar... si no fuera por los humanos, las
tortugas no estarían en peligro de extinción." sermoneó una de nuestras
compañeras.
"¡Si usted no hace nada, yo sí lo haré!" reconvino
al guía el marido de la que acababa de hablar.
Este vocerío humano ahuyentó al mímido lejos de su alimento.
No de muy buen grado, el guía sacó a la tortuguita del hoyo para ayudarla en su
carrera hacia el mar.
Pero lo que sucedió luego, nos tomó por sorpresa...
En vez de que una sola tortuguita rescatada se pusiera a
salvo, cientos de tortuguitas, al captar la falsa señal de que no había
peligro, salieron de sus nidos y empezaron a patalear penosamente hacia la
pleamar.
Fue patente la insensatez de nuestro grupo al interferir con
la Naturaleza...
No sólo habían salido las tortuguitas engañadas por la
impresión de que podían hacerlo sin peligro, sino que su alocada carrera se inició
demasiado pronto.
El resplandor del ocaso, aunque ya tenue, no les permitía
ocultarse de las voraces aves depredadoras.
En cuestión de segundos, el aire se pobló de alegres
rabihorcados, pelícanos y gaviotas. Dos halcones de las Galápagos, con los ojos
muy abiertos, se posaron en la playa y una bandada de mímidos, cada instante más
numerosa, siguió encarnizadamente a sus pataleantes víctimas, que fueron
suculenta cena.
"¡Dios mío! ¡Miren lo que hemos hecho!" exclamó
alguien.
Para entonces, la carnicería de docenas de tortuguitas
estaba en su apogeo.
Nuestro joven guía, con la intención de enmendar la
desobediencia a su certero instinto, cogió una gorra de beisbol y la llenó de
tortuguitas. Se adentró en el océano y soltó allí a los pequeños seres; luego, ahuyentó
a sombrerazos a los rabihorcados y pelícanos.
Cuando todo terminó, los graznidos victoriosos de bien
alimentadas aves de rapiña resonaron en el aire. Los dos halcones permanecían
apostados en la playa, con la esperanza de obtener algún rezagado resto del botín.
Ya sólo se oía el retumbar de las olas sobre la blanca arena de la Bahía de
Gardner.
Mis compañeros, cabizbajos, caminaron a paso lento por la
playa. Me pareció que aquél silencio cuadraba perfectamente a un grupo tan
humano... demasiado humano. Y pensé que aquél silencio se acercaba mucho a un tácito
canto de humildad.
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